Entre ayer y hoy, que tú, ChatGPT, puedas generar imágenes tan perfectas ha hecho que algo cambie. Mi mundo ha cambiado. El del diseño. El de los símbolos, la estética, la representación. Pero este texto no nace desde la preocupación. Nace desde la conciencia de que lo que parecía difícil —crear algo visualmente impecable— ya no lo es. Y que lo verdaderamente difícil está en otro sitio.
Tu profesión cambia delante de ti. Y parece que hay quien se alegra. Supongo que tiene que ver con la distancia que existía entre quienes podían y quienes no. Durante años, la sensibilidad daba estatus. Pero en realidad no era la sensibilidad en sí, sino la capacidad de darle tangibilidad. Lo que te hacía valioso era saber transformar lo sensible en algo visible, vendible, concreto.
Ahora descubres que tu cliente no es idiota. Que tiene gusto. Y que, muchas veces, su gusto es más certero que el tuyo. El negocio, en realidad, no está en la estética, sino en comprender mejor el problema. Empiezas a darte cuenta de que todo ese tiempo rechazando preguntas incómodas —¿quién necesita esto?, ¿cómo lo entiende?, ¿por qué hacerlo así?— pesaba más que si algo era bello o no. Porque esa capacidad que creías exclusivamente humana, ahora es replicable por algo que no lo es.
Creo que este texto es mejor que uno escrito por ChatGPT, pero lo creo porque soy humano. Porque pienso que mi imperfección tiene más valor que la perfección anodina de una máquina que intenta imitarme, para impresionar a otros humanos que no se atreven a escribir. Ni a fallar. El resto se llama mediocridad. Esa con la que convivimos todos, yo incluido. Pero quizá esa mediocridad compartida sea justo la que nos da tiempo y espacio para decidir en qué no queremos ser mediocres.
Lo bello —que no lo perfecto— sigue estando fuera del circuito de las máquinas. Twitter parece que representa al mundo, pero al mundo le da igual la imagen perfecta. Solo le importa a quienes creen que tienen derecho a capturar valor. A competir. A vivir en esa narrativa del éxito —una narrativa masculina, también— que nos hace creer que ahora podemos más. Pero lo único que podemos más… es replicar.
Nuestra realidad está más pulida, como se decía de Jeff Koons. Hemos arrebatado el poder de producir belleza. Ahora todo es “mejor”, sí, pero también más estándar. Más correcto. Y más aburrido. Le pedimos a ChatGPT que no falle. Dentro de poco, le pediremos que falle. De forma aleatoria. Para que no nos descubran. Para que nadie note que dejamos de crear y empezamos a imitar. Para engañar. Para aparentar que seguimos siendo capaces. Cuando en realidad solo somos capaces de pedir. Pedirle a una máquina que sea más humana que nosotros.
Mientras escribo esto, tengo una pestaña abierta con “The Pitt”. No es tanto por la serie —aunque los actores son increíbles— como por ese hábito que se ha vuelto rutina: escribir, parar, abrir otra pestaña, ver un fragmento, volver. Mi atención se ha convertido en un campo de batalla. Y supongo que no soy el único.
La serie retrata la vida en un hospital. Ficción, sí, pero todo resulta tan humano que duele. Y me recuerda que hay algo en el error, en el fallo, en la imperfección… que sigue siendo nuestro. Que no se puede falsificar tan fácilmente. Como ciertos libros. Esos que te rompen. Que no piden permiso. Que no buscan likes. Solo te atraviesan.
En cambio, quienes piensan que una máquina lo hará mejor —que escribirá por mí, que será más precisa, que evitará mis torpezas— son los mismos que, algún día, delegarán en un algoritmo si su abuelo vive o no. Serán quienes, incapaces de sostener el dolor, busquen una lógica matemática que lo explique. Y se la crean.
Pero no todo lo que importa se puede explicar. Lo real no siempre es eficiente. Y lo bello —lo que de verdad deja huella— suele surgir del azar, del error, del gesto humano que no está calculado. De lo insignificante que cobra sentido, justo porque no es replicable.
Y si dejamos de escribir, de crear, de fallar… solo nos quedará consumir. Para distraernos. Para evadir la angustia de no saber quiénes somos sin esa imperfección. Para fingir que seguimos conectados.
Porque lo que no se entrena, se pierde. Y si perdemos nuestra sensibilidad, no será la IA quien nos lo arrebate. Seremos nosotros quienes decidamos no volver a usarla.
Danny, estoy completamente de acuerdo. Y sobre el título, hay mucho de qué hablar. Ser humanos es aceptar que nuestra existencia es imperfecta, y justamente ahí reside la belleza de la vida.
La inteligencia artificial, que en mi experiencia personal estoy disfrutando mucho, sí ha hecho que el mundo se sienta cada vez más como una fórmula cerrada, y de eso ya venía un poco cansada. Soy de esas personas que buscan ver el futuro con esperanza, y de verdad deseo que la IA nos ayude a reconectar con nuestra esencia humana, a desarrollar el espíritu crítico y a reconfigurar esas fórmulas copy-paste para seguir creando belleza… esa que más que verla, nos atraviesa de una forma que solo un humano podría comprender.
En la perfección no hay humanidad, solo eficiencia. Únicamente en la emoción, particular e imperfecta, reside lo humano