Hace un año ya, me “dieron” el carnet de conducir. Sí, con treinta y tres años, me dijeron: “tú puedes, estás preparado; ahora conduce por tu cuenta”. Por un lado, nunca pensé en vivir en una ciudad con mar y, por otro, tampoco pensé que fuera a salir de Madrid, menos aún para irme a una ciudad mucho más pequeña que la capital. Pero, como dicen, nunca digas nunca… o mejor dicho, ábrete al cambio, aunque al principio no estés por la labor. Así que sí o sí, me tocaba tener coche y conducir.
La experiencia de sacarme el carnet no fue nada agradable. Mi profesor, que creo que este año se jubila, era un señor que habrá formado a media A Coruña. Un tipo con un método poco ortodoxo, forjado con el carácter de la gente del norte, de una generación que “las ve venir”. Con un método, quizá, ya caduco, fue lo suficientemente paciente como para enseñar a un hombre adulto —como yo—.
Aprender a conducir a los dieciocho años no tiene nada que ver con aprender ya entrados los treinta. Que te hablen alto y con autoridad, en un tono infantil y con instrucciones secas, es algo chocante (al menos para mí). Equivocarme —y si me has leído, ya sabes que odio equivocarme— me resultaba frustrante. Ver cómo él manejaba los pedales por mí, corregía la dirección y me recordaba una y otra vez reglas básicas, me agotaba. Después de treinta y tres clases (por suerte, no seguidas), me subí al coche de Manolo y me presenté al examen —porque claro, ¿cómo no se iba a llamar así?—. Realmente, me examinaba a mí mismo: a mi frustración, mis nervios, mi poca paciencia, mi capacidad de aprendizaje. En fin, por suerte, lo saqué a la primera.
¿Qué puedo aprender yo de esto? Quizá te estés preguntando cómo una experiencia así puede trasladarse a otras situaciones. ¿En qué momento dejamos de querer aprender? Aprender no solo se trata de proponerse hacer algo, sino de enfrentarse a esa misma sensación que describo arriba.
¿En qué momento dejamos de usar la “L”? La de “Learner”, no la de “Loser” — la “L” de “estoy listo para seguir aprendiendo”, la que nos dice a nosotros y a los demás que estamos en un proceso, que podemos ser torpes, lentos o incluso cometer errores porque acabamos de empezar. La “L” que indica que somos aprendices, y que puede que fallemos en el camino.
“No nacemos aprendidos”, y tampoco vamos a morir sabiendo todo. Conducir siempre me ha parecido una actividad llena de responsabilidad. Al fin y al cabo, un coche es un arma: un despiste, malas condiciones… muchas variables pueden llevarnos a ponernos en peligro a nosotros o a los demás. Por eso me lo tomé en serio, tan en serio, que el primer día que cogí mi coche nuevo, de lo rígido que iba, me contracturé media espalda y los brazos. Un año después, ya me doy tregua: no tengo prisa, no conduzco de forma agresiva, y si alguien quiere adelantarme o “comerme el culo”, que lo haga. No pienso ponerme nervioso. Aunque no lleve la “L”, sigo aprendiendo a conducir, a ir seguro, a disfrutar del coche, de las diferentes carreteras, situaciones y paisajes. A disfrutar de la libertad que te da tener coche.
Quitarme la “L” es una actitud constante, porque significa quitarme la falsa sensación de que debo saberlo todo. No hace falta llevar un cartel para ser aprendiz, y me doy cuenta de que todavía seré un aprendiz en muchas cosas. Ni soy el mejor CEO, ni el mejor facilitador, ni el mejor diseñador. Lo que sí tengo que hacer es construir seguridad para poder fluir y disfrutar, no solo del trabajo, sino del camino. Como en el surf: entrar tranquilo, evitar remar en apnea, respirar, estar presente, entender —o al menos intentarlo— el mar, para coger la mayor cantidad de olas.
Las olas son todas esas oportunidades para aprender, para quitarnos esa idea de nacer sabiendo y aceptar que siempre seremos aprendices, porque la vida, como el mar, siempre cambia. Hay que abrazar a los “Manolos” o “Manuelas” que vendrán a nuestra vida para enseñarnos y no sentirnos tontos cuando nos corrijan. Abrir los oídos a sus enseñanzas y, con persistencia, pulir y mejorar nuestro criterio, el que nos permite fluir y seguir siendo aprendices “cogiendo olas”.
Si estás en ese proceso, te recomiendo una serie divertida para un domingo lluvioso en casa: “No me gusta conducir”. Cuenta la historia de un cuarentón, inteligente, respetado, profesor en otro ámbito, que pasa por el proceso de volver a ser alumno… frente al volante. Me hizo gracia, créeme, porque me vi reflejado muchas veces mientras la veía. El final te lo puedes esperar: el prota se saca el carnet. Para mí, la cara de Manolo está en un recuerdo casi cinematográfico: su sonrisa y, con ella, todas las arrugas de la piel expresaban orgullo. Todas las mañanas de frustración, de regaños, de aspavientos, se convirtieron en la mayor expresión de felicidad que recuerdo, al menos en este año. Nunca me olvidaré de Manolo, ni de su viejo coche, ni de lo “bonito” que fue el proceso de aprender a conducir pasados los treinta.
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Yo me quité la L de conducir hace doce años pero a veces me siento como si la llevase, cuando voy por carreteras de montaña por las que no estoy acostumbrada a ir, cuando conduzco por otro país… así que como en la vida, la L nos acompaña muchas veces cuando cambiamos de contexto o en situationsa nuevas. Y es bonito que así sea, porque significa que seguimos aprendiendo.
Qué bonita la de hoy 🥰 “poder fluir y disfrutar, no solo del trabajo, sino del camino.” Feliz finde y a disfrutar conduciendo por el Norte, lo más!!